Lo ponía nervioso la idea de que comience a fallar la camioneta, el Topo era un obse que la tenía joya, era su
compañera de laburo que se bancaba 74 cajones con 6 sodas de 1,5 lt todos los
días de lunes a viernes de 14.00 a 20.00 hs. Había que cuidarla y más si ella
era una princesa, la F 100 modelo 85 motor Deutz caja de cuarta al piso más
fiel del planeta.
Antes de ser sodero había laburado años para la inteligencia en la
sección de comunicaciones y se retiró antes por un problema en la mano derecha
que la misma ocupación le había desarrollado, una malformación en el huesito de
la muñeca causada por los movimientos de la misma durante las horas de trabajo. Con una carpeta
médica y mucha suerte logró retirarse del ejército a los 50, le gustaba su
laburo pero muchas veces pensaba en todo lo que su tarea causaba y odiaba
sentirse un botón. Así que irse de ahí significaba un alivio. Tampoco se
imaginaba pinchando smartphones táctiles, recuperando mensajes de whatssap
donde hablaban de matar a un pichón y a las dos horas de como garchaba la nueva,
no era sano, antes comunicarse era una huevada, ahora todos estamos enfermos
del 3g.
El Topo se volvió sodero, como si hubiese nacido para ello, el
mejor del mundo. Un morocho impecable de metro ochenta y ojos castaños. Muy
pintón, lucía la camisa del uniforme mejor planchada que la de cualquier
ejecutivo de ventas, se sentía un campeón cuando se la ponía. El secreto era almidonarla y hasta había
desarrollado una técnica para que el asiento no le arrugue tanto la espalda, se
la abrochaba de abajo para arriba dejándo los últimos dos botones
desprendidos, así se le lucía el crucifijo bañando en oro con sus inciales que
usaba desde la primera comunión.
Mientras esperaba que los mecánicos abran resolvía los crucigramas
de los diarios en los bares como un acto de rebeldía, sacaba la birome del bolsillo metía el capuchón en su boca y comenzaba, si
se ponía difícil, lo pausaba para fumarse un parucho y pensar. Ese día esperaba
medio intranquilo, (amargo en jarro chiquito de por medio) que le devuelvan la
chata con la que repartía todos los días hace 8 años. La noche anterior le
había sentido un ruido "deben ser los engranajes" pensó y la llevó al
taller donde le hacen los servicios a la empresa de aguas y sodas donde labura,
mientras esperaba que le devuelvan la Ford para comenzar los repartos hojeaba
el diario y sentía vergüenza de leer las
declaraciones de Jean-Michele Buvier sobre como la justicia local se comportaba
ante el asesinato de su hija Cassandre.
Se acordaba de sus tiempos en la inteligencia, de cómo se “desviaban”
las causas para que no salte la ficha, se aliviaba de no formar más parte de
eso y se preguntaba las razones por las cuáles mataron a estas dos pibas. “Es
obvio que es una cuestión política y el poder va a impedir que salgan a la luz
los resultados” pensó, y pensó en comentárselo al mozo, pero eso iba a impedir
que finalice el crucigrama y su nota, no le daba el tiempo para una charla de café.
Terminó de leer como con desgano no se sintió identificado, no
tenía hijos, pensaba que los hijos le iban a condicionar. Era muy probable que
sus camisas almidonadas comiencen a tener manchas, que la chata tenga pedazos
de galletas entre los huecos del asiento y los vidrios con marquitas de manos
traviesas iban a ser una pesadilla. No quería que sus horarios se interpongan
en sus repartos, que sus hijos le bloqueen los mapas mentales de las calles con
menos baches, o el timing para las ondas verdes. Nunca sería padre, siempre iba
a ser un lobo repartidor de aguas y sodas solitario. Todo lo otro era un
fantasma que ni cosquillas le hacía en la vida más que cosquillas, náuseas ante
la idea de que una familia liquide su paz, no amar a una familia fue un
sacrificio propio en pos de su libertad, y ahí andaba, leyendo el diario de
atrás para adelante, resolviendo casos policiales internacionales y crucigramas
con la mente, parecía un superhéroe del agua carbonatada.
Faltaban 20 minutos, pagó y pidió que se lleven el jarrito y
desplegó el matutino mentiroso salteño ante la mesa marrón del bar, resolvió el
crucigrama poniendo en una letra mayúscula de imprenta con rulos generosos en
las erres la palabra TERRACOTA, tiró $2 para la propina, y terminó de doblar el
diario. Se levantó, chequeó que en sus bolsillos esté todo en orden y salió.
Caminó las tres cuadras y medias hasta el taller, entró cuidando de
no rozar nada para no manchar su uniforme, jamás podría ser mecánico, una raza
totalmente digna de su odio, sucios, mujeriegos, básicos, babosos. Que le
devuelvan a su princesa ya, que en siete minutos tenía que agarrar la Arenales
para comenzar su reparto.
-
“Ta
andando, hermanito, hermosa está, cualquier cosita me la volves a traer no hay
problema” declaró el mecánico petizo mientras cerraba el motor con las manos
llenas de grasa.
Agradeció y pagó pidiendo un comprobante para rendir en la empresa,
con esa sensación de triunfo que tienen los tipos cuando le alagan al fierro.
La franeleaba en los semáforos (así le gustaba decir, al acto de
pasar la franela con lustramuebles sobre el tablero). Acomodó el retrovisor,
aceleró para escuchar el motor, era ella de nuevo, miró la estampita de San
Agustín que tenía plastificada colgando del retrovisor, y armó el mapping
mental de sus repartos, según su logística, llevaba 15 minutos de retraso, si
evitaba dos calles, en hora pico, con suerte iba a terminar en tiempo y forma.
Ese día por fin comenzaba a normalizarse, mucha presión para El Topo,
conectarse con la realidad.
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