domingo, diciembre 21, 2014

setenta, siete, tres, doce, seis

Le tuve que explicar a Edu que no iba para sus setenta años. Obvio que por escrito, no me animaba a enfrentar su tono de voz, ni por teléfono. Iba a sonar muy fuerte su frustración por tener una hija de mierda como yo.

Le dije que no podía, llenándome de excusas. Excusas que, al conocerme interpretó como excusas de una perdida de la vida, desapegada, hippie roñosa que no va a llegar a ver a su viejo soplando una torta llena de velas. Setenta velas, una por año. Años de mierda, años felices, años de músico, compositor, contador, militante, muchos más años de los que a mi me gustaría vivir. Muchas cosas, mas de las que cualquier pelotudo pueda soportar.

Hace siete años me fui de ahí, y ahora lo extraño. Mi casa manejaba niveles altísimos de violencia simbólica que se repartía en cuotas iguales de lunes a domingo. Sarcasmos y desacreditaciones mutuas. El amor existía en la primera línea familiar, donde los hijos pasábamos a ser un estorbo. Eramos muchos, creo que extraño la multitud y la heladera siempre llena.

Nos habíamos criado sin suerte, la suerte estaba en todas las casas menos en la nuestra. Será que no creíamos en dios, dios nos había estafado. Nacimos feos, inteligentes y con miopía. Todos iguales mismos gestos de malparidos. Nos criamos en el desconsuelo absoluto.



Cuando cumplí un año de vida mi hermano Rafael me regaló un tajo en la frente, me bautizó de violencia. Me empujó en el andador y me estrolé contra una pared, pasé mi cumpleaños con hilos en la cabeza y y una venda, me hicieron tres puntos. En las fotos de ese cumpleaños nadie sonríe.

Todavía conservo mi cicatriz en la frente, en mi adolescencia la aborrecía y usaba flequillo para taparla. Tapaba todo lo que era, tenía el corazón congelado y estudiaba en una escuela plagada de marginados.

A los doce años, parecía de dieciocho y un chico dos años mayor que yo quiso acostarse conmigo. Lo sabía porque cada vez que me lo cruzaba me mostraba su pene. Nunca había tocado un pene, pero me imaginaba que podía oler muy mal.

A los doce años era una niña en un cuerpo enorme y caí en esas cosas estúpidas a las que estamos condenados los que vivimos en el mundo. Que estúpida es la belleza, no era linda, era amorfa (tenía do ce a ños!). Me eligieron candidata a reina de mi colegio.

No me dejaban participar del concurso de belleza. Con doce años, ya era material de exposición. Mis compañeros aparecieron esa noche por mi casa, (manejaba el chico del pene), traían ropa y un cuchillo, que se suponía, era para amenazarme de muerte. Mamá -se suponía también- estaba en Mendoza, me subieron al auto, me vistieron y peinaron camino al concurso. Todo perfecto.

Esa noche fui reina. Reina del neoliberalismo menemista que anunciaba una crisis, reina de una localidad que formaba parte de una provincia en un país del tercer mundo. Yo, la protagonista arriba de un escenario con un número en el pecho y pintada como puerta. No sabía que pasaba,  pero el hecho de tener algo de reconocimiento me alegró un poco.

Mientras me entregaban los premios (unas flores que al bajar tenía que devolver, un reloj de pared chino y un kit de maquillaje) apareció mi mamá. La vi venir entre la multitud, se la veía furiosa desde ahí arriba. Subió, me sacó la corona y la lanzó al público haciendo ruidos con la boca, mascullando ira entre la multitud, me sacó las cosas y con la otra mano me agarró de los pelos, me destronó.

Nos subimos a un auto, no decía nada. El odio la hacía pronunciar las palabras de tal modo que era imposible entenderla, ella no entendía lo que estaba pasando, las dos llorabamos juntas por motivos totalmente distintos, ella me odiaba y yo a ella. Nadie en este mundo entendía nada en ese momento. Llegamos a casa y me llevó al baño.

La escena era la de una cenicienta a la que no le daba la nafta ni para ser cenicienta, una preadolescente confundida, doce años.  Me arrancó el vestido, lo pisaba, mientras pisaba me insultaba, continuó con el reloj, me lo partió en la cabeza y un vidrio me lastimó la mano, había sangre, vidrios, un vestido roto, un reloj chino en el suelo y un kit de maquillaje que terminó en el tacho de basura. No nos hablamos por un mes.

Todos me reconocían por la calle, tenía la mano vendada y salí en el diario del día siguiente. Un festín prensero. Estaba muerta por dentro. Mis compañeros no me hablaban, el chico del pene, si, seguía mostrándome el pene.

Algún día, supongo que tendré mayor suerte, y si mi viejo sigue vivo, lo veré soplando un montón de velas, que simbolizan años vividos Nadie pensó en distinguir los años vividos por color. No quiero vivir setenta años llena de odio, creo que me gustaría enamorarme, como solución a todo.

Mi hija de seis años tiene cuerpo y tamaño de seis años. Me trajo un boletín hermoso y experimenté algo de alegría, festejé ese logro, bailé con ella y fuimos a comer a su lugar favorito. Mientras ella saltaba en el pelotero la miraba y le decía que era hermosa. No tiene cicatrices en ninguna parte de la cara.

Esa noche me preguntó por qué no había ido su papá con nosotras y se respondió sola, le iba a pedir a él que la vuelva a llevar a festejar a ese restaurante. Noté que tiene tendencia a ver el lado positivo de las cosas y me dio una cuota de tranquilidad.

Tampoco sabe que su abuelo cumple setenta años y no vamos a festejarlos con él. A ella ahora le sobran motivos para celebrar. Setenta años, son muchos mas años de los que yo, su madre, quiere vivir. Ella no sabe contar hasta setenta.

1 comentario:

Esdian dijo...

Uff.
Podés venir para los 61.
Y para ella, va a ser lo mismo.