Días
previos, me habló de compartir y viajar con alguien “de viejos”. Nos imaginé
“de viejos” compartiendo y viajando. Sin tomar conciencia de la diferencia
horrible de años vividos que nos llevamos. Nos imaginé por ahí
cumpliendo con su deseo, dos viejos felices. Como si el abismo de edad fuese
piadoso para que se quede en el tiempo y yo lo alcance.
Un par
de semanas después nos fuimos, solos a un lugar lleno de gente, no llegamos a
embarcar que entre los dos ya hacíamos desastres hormonales. Si fuese por él
nos dábamos murra en el taxi que nos llevaba al aeropuerto revoleando el
bolsón de humitas que llevábamos para regalar por la ventana. Da todo lo mismo, hay que
justificar tanta milla aérea en algún momento.
Autopista,
2 am, recién llegados, medio borrachos con bolsos y mochilas. Dos salteños
regalados, un festipunga vacante. Se paró en el medio del puente peatonal y
sacó una foto mientras decía algo sobre un embotellamiento. No entendí nada,
era perfecto.
Caminábamos
en dirección contraria a donde en realidad teníamos que ir, todo por mi culpa.
En el apuro por salir a tomar un avión -y rajarme de la oficina que me
liquida diariamente- anoté mal la dirección. Me quería morir, que se
descarrile un bondi y me lleve puesta por pajera. Lo seguí. No tenía ni idea de
dónde estábamos y todo me resultaba más grande de lo que me acordaba.
Estaba en otra, detrás suyo y con el corazón en la mano.
En la
vereda del frente aparecía una barra de pibes que cruzaba hacia nosotros,
directo a nosotros. Indicio de que cualquier cosa podía pasar, pero zafamos.
Volvimos al punto donde nos dejó el taxi y se me ocurrió invertir el número de
la dirección. Pendeja conchuda y desbolada, pero con suerte, hoyo, ojete, como
sea, llegamos.
El
resto del viaje fue para intentar entregar las putas humitas que pasaron a un
segundo plano por mis ganas de hacer lo que se me dio la gana, pero con
él. Compartir un poco, chivar juntos, caminar por plazas, tomarnos todos los
taxis posibles, apretar tranquilos, bares, librerías, barrio chino, entrar a un
recital y salir contentos. Quedar hasta el cuello de comida rápida y emociones.
Nunca
lo voy a alcanzar, siempre voy a ser la que quiere más y se juega menos, la
parásito, la que espera, la que cuenta los días para verlo los pocos
días y las pocas horas que lo veo. La juego de cero a la izquierda que le
camina por detrás, con ganas de algún día, alcanzarlo.
Inevitable,
si hasta en las películas pedorras se acaba la magia, con la diferencia de que
en la vida real la caída es peor. La noche anterior a volver el cuerpo se
tomó revancha y me dio fiebre, chivé la vida. La integridad física siempre jugando en contra, autoboicot o muerte.
Duela o no tocaba volver a la chatura de saber que no nos merecemos. Aeroparque, muerta
yo, por mí, por él (y por siempre tratar).
Otra vez se paró, otra vez sacó una foto y yo saqué la misma para no tener que
imaginármela después.
Antes
de bajar del taxi le agradecí por el viaje, me ofreció quedarse un rato conmigo
pero ante mi duda se fue. Subí y me dormí como para tomar un respiro, lo
necesitaba más que al actrón con cafeína. Soñé
que nos hacíamos viejos. Me despertó Juancito, preguntándome si ya había
llegado.